sábado, 18 de diciembre de 2010

ENREDOS

Llovía a chorros, así que decidí refugiarme en la caseta al pie de la obra. Al abrir la puerta, tres obreros que parecían escondidos se removieron inquietos, tratando de disimular. Anochecía, y la luz eléctrica del foco iluminaba la maquinaria inmóvil bajo la lluvia, como enormes animales dormidos a la intemperie. Al llegar el montacargas bajaron en tropel más de veinte obreros, arrastrando sus cachivaches deprisa, queriendo irse cuanto antes de aquel lugar. Mis tres vecinos, en un rápido y ágil deslizamiento, se colocaron a su altura, caminando a la par que ellos, incluso uno le tomó prestado a otro obrero un gran martillo percutor y siguió caminando a su lado, de tal modo que ya nadie podía diferenciar a los que habían bajado en el ascensor de los tres infiltrados al grupo.

Horas más tarde, cenando en una taberna, observo a dos hombres de edad avanzada sentados en la mesa contigua. Hablan con voz ronca, terminan su cena y beben vino. Piden la cuenta y apuran la botella. Ya han pagado y están por irse, uno de ellos aún tiene medio vaso de vino, por lo que el otro aprovecha para ir al baño. Al instante, el cliente que ha quedado en la mesa termina de un trago su vino y, con una señal enérgica y algo impaciente, pide al camarero que le llene de nuevo el vaso, pagando de inmediato esa consumición y dejando el nivel de vino tal como estaba el de la ronda anterior. Al volver su amigo, le conmina a terminarse el vino que aún le queda para que se marchen, lo que el otro obedece sin vacilación.

Son pequeñas trampas, escaqueos que hacemos creyendo que engañamos al otro. Es como una evocación de la infancia, cuando nuestra madre nos preguntaba si nos habíamos lavado los dientes y mentíamos diciendo que sí, para irnos a la cama con cierta sensación de haber cometido un fraude.